domingo, 17 de agosto de 2008

La gran ganga de ser virgen (Agosto-2008)

Voy a empezar esta columna con una frase que probablemente llegue a costarme, si no la quema en la hoguera, por lo menos un linchamiento moral: nadie debería llegar virgen al matrimonio. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie pero en realidad hablo en especial de las mujeres que somos las que cargamos con ese mandato social como un grillete desde pequeñitas. A los hombres no hace falta convencerlos mucho al respecto. De hecho la mayoría llegan con un grado de expertise envidiable, lo cual dicho sea de paso, si fuera aplicable a ambas partes, facilitaría mucho las cosas.
Sin embargo, supongamos un caso imaginario y utópico en el que ambos recién casados lleguen vírgenes a la noche de bodas: ella con su “flor” intacta y él con su “instrumento” casto (así, en lenguaje poético, para crear un ambiente romántico). La recepción quedó atrás, están solos en el cuarto y piensan “ahora sí, a lo que vinimos”. Esperando, con mucho optimismo, que se hayan instruido por lo menos de manera visual (películas, libros o revistas) talvez tengan una idea de lo que “a lo que vinimos” significa. Antes de pasar a la consumación de los hechos, sumemos a la ecuación los nervios brutales que pueden estar sintiendo (que por lo general son un factor entorpecedor): ella por el cuento de la sangre que revele su virtud, la preocupación del dolor inicial y el desorden entero, él por haber llegado a ese momento en esas condiciones de castidad (que lo califica de manera instantánea para una de dos posiciones opuestas por parte del resto de la humanidad: la canonización o el ridículo) y ambos por las expectativas de cómo será el asunto este de darse de panzazos sin ropa.
Digamos que les fue bien, que les gustó y que descubrieron que en la cama tienen un potencial químico que pondría verde de envidia a cualquier manufacturero de anfetaminas, lo cual es poco probable pues esos instintos animales son matemáticamente imposibles de resistir y, a no ser que fueran de palo, nunca jamás de la vida se habrían aguantado las ganas de comerse la miel antes de la luna.
Pero ¿y si no les fue bien, no les gustó, no era lo que esperaban y ya estaban los dos con la soga al cuello? Es más, supongamos que a uno sólo de los dos le pareció que no había obtenido por lo que había pagado; la única interrogante que me viene a la mente es ¿pos ‘hora?
Se me ocurre que el llegar ensayados a la noche de bodas (no me refiero sólo a parejas anteriores, la convivencia previa al acto de cometer matrimonio es un buen indicador y/o pronóstico de si la cosa tiene futuro o no), además de constituir un asunto de cortesía para con la pareja escogida, es una cuestión de no mandarse de bruces si no sabemos, por lo menos con alguna certeza, a qué cosa nos podemos atener.
Tampoco se trata de cogerse hasta el vuelto con la excusa de llegar aprendiditos al lecho nupcial (o al de concubinato escandaloso que es casi lo mismo) porque no; con la sarta de enfermedades nuevas, solas y en cóctel, que aparecen cada día es necesario no sólo ejercer la precaución sino exigir el uso del sombrero y demás cuidados respectivos. Pero de que hay que practicar, hay que practicar pues eso de llegar a jugar 1,2,3 queso y sanseacabó ya no se usa. Es más, es inadmisible y debería existir un apartado en la Convención Interamericana de los Derechos Humanos que lo penalice y lo establezca como causal de divorcio.
Lamentablemente, no existe por lo que le toca a cada quien por su cuenta hacer valer, en vivo y a todo color, ese derecho al buen sexo en la pareja. Hay que decir qué nos gusta y qué no, qué queremos y qué carajos no (hablar, por todos los cielos, ¡hablar!) pues si dejamos que el silencio resuelva las cosas, es mejor esperar sentados y sin aguantar la respiración, y matar las expectativas porque lo que mal empieza, termina peor.