A Ro-Ro con cariño. Siempre te recordamos.
Para nadie es un secreto que, a pesar de que las cosas van cambiando lentamente (o al menos eso parece), mi generación y las que la preceden fueron criadas con un alto grado de represión sexual. Y aún a pese a que para los hombres estos temas son mucho más permisivos, tampoco es que la soga se les dejó suelta del todo porque he escuchado unas historias de horror que hasta a mí me han dejado con la boca abierta.
Un claro ejemplo era el de las revistas o videos porno que tenían que ocultar, no sólo de la inquisidora mirada de la madre sino también de los hermanillos menores (que esperaban lo mínimo para irse de acusetas). Las tenían que esconder, primero para que no corrieran la suerte de las brujas en la hoguera y segundo para salvarse de los correspondientes regaños y sermones sobre el pecado de la carne, bla, bla, bla.
Lo cierto es que, a pesar del alto valor sentimental y educativo que estos apoyos audiovisuales alcanzaron en la joven vida de sus propietarios (recordemos que los guardaban en el mismo lugar donde los abuelos acostumbraban esconder sus billetes: debajo del colchón), la mayoría de las veces fueron más bien un semillero de falsas expectativas o, para hablar en términos post-modernistas, de publicidad engañosa.
Me explico: en el caso de las revistas, las fotos que ayudaban a los chicos a excitarse en la soledad de su cuarto eran de mujeres todas esculturales, lindísimas y generalmente rubias. Lo mismo sucedía en las películas, con el agravante emocional de que las presentaban en oficios cotidianos como secretarias, repartidoras de pizza o doctoras que además hacían gala de una generosidad impresionante para regalar lujuria desenfrenada al primer cristiano que se les pusiera enfrente, como si tal cosa fuera lo más normal del mundo.
Entonces venían los problemas para estos chicos que, por lo general vírgenes, se atiborraron de estas ideas prefabricadas por la industria del sexo y se imaginaron su primera vez con una nena similar a cualquiera de las que literalmente dormían debajo de ellos, entre el colchón y el catre.
“Yo me acordaba de las machotas que salían en Playboy con aquel cuerpazo y cuando vi a aquella chola del puerto enfrente mío, que ni siquiera el nombre me dijo, yo pensaba esto no es lo que yo me imaginé…”, me contó un amigo.
El choque con el mundo real que sufren algunos en edades tan tempranas puede ser devastador y aún así, casi todos siguen desarrollando el gusto por la pornografía hasta bastante avanzada su vida adulta.
Se me ocurre que una famosa campaña de belleza que recientemente lanzó una marca de jabón con mujeres “reales” podría adaptarse al negocio de la pornografía, a ver qué sale.
Pienso que talvez iría a la bancarrota. O talvez no, habría que hacer la prueba.
Las mujeres, gracias al cielo, no tenemos ese problema. La mayoría si acaso apenas toleramos el soft porn y esto porque algunas cosas pueden resultar bastante instructivas; pero creo que hablo por casi todas cuando digo que sólo nos gusta la pornografía cuando somos protagonistas y no hay cámaras de por medio.
Un claro ejemplo era el de las revistas o videos porno que tenían que ocultar, no sólo de la inquisidora mirada de la madre sino también de los hermanillos menores (que esperaban lo mínimo para irse de acusetas). Las tenían que esconder, primero para que no corrieran la suerte de las brujas en la hoguera y segundo para salvarse de los correspondientes regaños y sermones sobre el pecado de la carne, bla, bla, bla.
Lo cierto es que, a pesar del alto valor sentimental y educativo que estos apoyos audiovisuales alcanzaron en la joven vida de sus propietarios (recordemos que los guardaban en el mismo lugar donde los abuelos acostumbraban esconder sus billetes: debajo del colchón), la mayoría de las veces fueron más bien un semillero de falsas expectativas o, para hablar en términos post-modernistas, de publicidad engañosa.
Me explico: en el caso de las revistas, las fotos que ayudaban a los chicos a excitarse en la soledad de su cuarto eran de mujeres todas esculturales, lindísimas y generalmente rubias. Lo mismo sucedía en las películas, con el agravante emocional de que las presentaban en oficios cotidianos como secretarias, repartidoras de pizza o doctoras que además hacían gala de una generosidad impresionante para regalar lujuria desenfrenada al primer cristiano que se les pusiera enfrente, como si tal cosa fuera lo más normal del mundo.
Entonces venían los problemas para estos chicos que, por lo general vírgenes, se atiborraron de estas ideas prefabricadas por la industria del sexo y se imaginaron su primera vez con una nena similar a cualquiera de las que literalmente dormían debajo de ellos, entre el colchón y el catre.
“Yo me acordaba de las machotas que salían en Playboy con aquel cuerpazo y cuando vi a aquella chola del puerto enfrente mío, que ni siquiera el nombre me dijo, yo pensaba esto no es lo que yo me imaginé…”, me contó un amigo.
El choque con el mundo real que sufren algunos en edades tan tempranas puede ser devastador y aún así, casi todos siguen desarrollando el gusto por la pornografía hasta bastante avanzada su vida adulta.
Se me ocurre que una famosa campaña de belleza que recientemente lanzó una marca de jabón con mujeres “reales” podría adaptarse al negocio de la pornografía, a ver qué sale.
Pienso que talvez iría a la bancarrota. O talvez no, habría que hacer la prueba.
Las mujeres, gracias al cielo, no tenemos ese problema. La mayoría si acaso apenas toleramos el soft porn y esto porque algunas cosas pueden resultar bastante instructivas; pero creo que hablo por casi todas cuando digo que sólo nos gusta la pornografía cuando somos protagonistas y no hay cámaras de por medio.