Bajarías esas gradas y llegarías a la calle casi corriendo, con los botines altos a medio amarrar, alternándose con lo frondoso del encaje de tu enagua. Caminarías hasta el fondo de la calle, los tacones de tus zapatos chocando con el frío gris de los adoquines; una esquina, luego otra. Te tocarías el rebozo, recordando que olvidaste tu cartera pero no te importaría porque no era necesaria, no contenía nada importante como el corazón bombeando o el bulto en la garganta o la humedad en tu entrepierna, cosas que llevabas bien puestas en su lugar. En una mano apretarías inconscientemente el papel que leíste antes de bajar aquellas gradas y estarías a punto de dejarlo caer al caño limpio, con su río artificial en sequía permanente. Alcanzarías otra esquina, la del farol que nunca se apaga porque pareciera vivir en el olvido del apagador de faroles, lo mirarías de reojo y recordarías el último beso que no recibiste, con un adiós se veía cada vez más cercano. Dudarías en la siguiente calle, antes de seguir el rumbo que tenías trazado desde el papel recién leído y pensarías que tal vez sería mejor devolverte sobre la prisa de tus pasos, un poco más lentos, más pensados, menos apasionados, más cuerdos. Dudarías en decidir con qué le extrañaste más, si con tu cabeza, con el pecho o con el coño. Respirarías profundo, con la luz del farol eterno alumbrándote en el pelo y punzando en el recuerdo de aquel coche que se iba y no supiste de quién era. Te reirías sola, pensando en lo que dirían tus tías solteronas si supieran que a los 17 ya no eras virgen y que no lo habías sido desde hacía casi un año. Tus tías que te decían que escribir versos no era algo digno de mujeres, menos verse con un poeta, que eso no era de señoritas. Seguirías tu camino entonces, gracias a una ráfaga de aire fresco en medio de aquel infierno de los últimos días, como si el viento te empujara hacia algo que estabas esperando. Caminarías más recordando los meses pasados, el silencio, la duda y la esperanza de que sus letras volvieran a darle sentido a tus palabras, de que sus dedos penetraran otra vez tus muros. Caminarías resonando en los adoquines, con más prisa que antes, con menos aire que antes, alargando los ojos hacia donde no alcanzaban, en busca de aquel árbol. Llegarías a la bocacalle indicada, donde la ciudad se abría hacia el cielo y el verde cambiaba el paisaje gris por un vacío refrescante, y cruzarías esa última calle como si fuera tu última calle, tus últimos veinte pasos hacia la muerte. Y lo verías ahí, sentado bajo el árbol, con un libro entre las manos y los ojos, con un bigote que no le conocías, con la misma silueta de tipo interesante viendo hacia abajo, como si el resto del mundo fuera nada y sólo importaran las palabras entre sus dedos. Sus dedos. Sus dedos que hacían magia en todos los ámbitos posibles de tu vida. Recorrerías los pasos finales como una niña que empieza a caminar, con las piernas tambaleantes y dudarías del rumbo en ese momento, como si de verdad hubieras debido regresarte. Lo encontrarías callado, en el Parque de Las Españolas, bajo aquel árbol centenario, sonriéndole a su libro, al libro que le diste antes de que se fuera. Tu libro. Y le dirías: “Mi coño te ha extrañado”.
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